Un
documental de amigo, no por ello un documental complaciente, fofo y
laudatorio de quien confunde la amistad con la infinita transigencia. El
director del mismo, Bradley Beesley, siguió a The Flaming Lips durante
cerca de diez años y trabajó más de 400 horas de material para
confeccionar esta sorprendente película. La pieza explica la vida del
grupo desde sus inicios, y lo hace en un contexto anónimo y provinciano
de unos norteamericanos blancos de clase media que sólo tienen en la
música la única opción para pintar su mundo gris con colores brillantes.
El guión, muy bien estructurado de forma
que va mostrando sus trucos y sorpresas de manera paulatina, tiene uno
de sus momentos álgidos en el momento en el que se aborda el tema de la
droga: es una de las secuencias que mejor explica porqué una persona se
hace adicta a la heroína, amén de ser un ejemplo de respeto, elegancia y
ausencia de sensacionalismo o morbosidad con respecto a quien comenta
su adicción, el batería del grupo. Al margen de esta secuencia, la cinta
muestra el mundo onírico y fantasioso de Wayne Coyne, sus delirios y
disparatadas genialidades, además de contar con cameos de personalidades
como Jack White, Beck, Liz Phair o Jonathan Donaue (Mercury Rev).
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